martes, 13 de octubre de 2020

María Blanchard


María Gutiérrez Blanchard (Santander, 6 de marzo de 1881-París, 5 de abril de 1932) fue una pintora española.

María Blanchard nació el 6 de marzo de 1881 en Santander, en el seno de una familia burguesa. Fue la tercera de las cuatro hijas del matrimonio formado por el cántabro Enrique Gutiérrez-Cueto y Concepción Blanchard, natural de Biaritz. María sufrió desde su nacimiento cifoscoliosis, una deformidad, causada por la caída de su madre embarazada desde lo alto de un coche de caballos.

Tanto su aspecto físico como el culto ambiente familiar en el que se desenvolvía, influyeron decisivamente en su formación y carácter. Su propia familia le anima a trasladarse a Madrid en 1903, con el fin de estudiar dibujo, su mayor afición desde niña, en el estudio de Emilio Sala. Posteriormente, estudia con Álvarez de Sotomayor y en el taller de Manuel Benedito. Ya por entonces, exponía en Bellas Artes y había obtenido varias medallas en reconocimiento a su calidad artística.

A través de unas becas conseguidas por el Ayuntamiento y la diputación de Santander, María prosigue sus estudios en París, donde llegó en 1909. En la capital francesa se matricula en la academia Vitti, donde recibe clases de Hermenegildo Anglada Camarasa y Van Dongen. En la academia entabla estrecha amistad con Angelina Beloff, joven artista rusa, con la que en el verano de ese mismo año viaja a Londres y Bélgica. En esta última ciudad coinciden con Diego Rivera. Los tres compartirán piso después en París. Un año después, acude a la academia de María Vassilief, pintora rusa, con la que acaba años más tarde compartiendo habitación. Se presenta a la exposición nacional de Bellas Artes con Ninfas encadenando a Sileno, obteniendo una segunda medalla, recompensa que llenará a María de satisfacción, puesto que significaba el reconocimiento a su talento. Al concluir su primera estancia en París, pasa una temporada en Granada, pero decide regresar a París. Para ello, decide, apoyada por Enrique Menéndez y Pelayo, solicitar una nueva beca a la Diputación de Santander, que le concede 1500 pesetas para dos años.

En 1912 se instala instalándose en el barrio de Montparnasse, compartiendo casa y estudio con Diego Rivera y Angelina Beloff, y comienza a relacionarse con la vanguardia cubista.

Tras un breve periodo como profesora de dibujo en Salamanca, donde recibe multitud de humillaciones por parte de los alumnos, decide regresar a París, de la que nunca regresará.

María expone en los siguientes años para importantes galeristas junto a Metzinger y Lipchitz. Con la llegada de la Primera Guerra MundialMaría Blanchard, al igual que los otros pintores cubistas, expone en el Salón de los Independientes de París tres obras: Nature morte, Nature morte y L´Enfant au berceau. Posteriormente, también muestra sus obras en la exposición colectiva Cubismo y Neocubismo organizada por la revista Seléction en Bruselas y en el Salón de los Independientes de París en el año 1921, y dos años más tarde en la Galería Centaure de Bruselas, con lo que se le abre un importante mercado en Bélgica. Expone también en el Salón de los Independientes de París.


María trabaja incansablemente, pese a encontrarse ya enferma, y en un estado de abandono físico tal y como nos describe Isabel Rivière: «Llevó durante años y años un vestido horrible de enormes cuadros amarillos y verdes del que no logramos que se deshiciera ni con las artimañas más sutiles ni con los ataques más directos… Cuando intentábamos insinuar, sin concederle mayor importancia, que verdaderamente el negro era lo que mejor le sentaba, contestaba con una sonrisa suplicante y zalamera de niña a la que quisieran quitar un caramelo: “Me gusta tanto arreglarme”».

Su hermana Carmen se traslada con su esposo Juan de Dios Egea, diplomático y con sus tres hijos pequeños a París en 1929, lo que constituye una pesada carga para María. Además, sus hermanas Ana y Aurelia pasan largas temporadas con ella. Esta sobrecarga familiar, aunque rodea de amor a la artista, le supone además un gran esfuerzo económico, que mella su ánimo y su salud.

María vive momentos de angustia. Agobiada económicamente, siente sobre sí el peso de la enfermedad y la sobrecarga familiar; sus hermanas, ajenas al drama que estaba viviendo, piensan incluso en enviarle a su madre, algo contra lo que se rebela la artista: “…Tengo cuatro bocas que alimentar, yo enferma, son cinco, ¿Quieres más?…” María manda empeñar los objetos de plata de la familia que conservaba para hacer frente a la nueva situación familiar. A pesar de su estado de salud, viaja a Bruselas y posteriormente a Londres. Expone en la galería Vavin de París. Pinta San Tarcisio, de profundo y auténtico sentido religioso.

El 26 de mayo de 1930, Paul Claudel visita su estudio, quedando impactado por ese cuadro al que dedicará en 1931 una poesía.

Es seleccionada para participar en la muestra de arte francés que recorre varias ciudades de Brasil. Es seleccionada para la exposición de Pintores Montañeses que se celebra en el Ateneo de Santander y que abrirá sus puertas en el mes de agosto.

María se siente agotada física y psíquicamente. Gómez de la Serna relata este momento: «María, fuerte en su estatura contrahecha, ha minado su naturaleza, que cae enferma con una enfermedad de consunción que no hay quién pueda atajar». “Si vivo voy a pintar muchas flores”, fueron sus últimas palabras de deseo artístico, pero el 5 de abril de 1932, cuando los trenes azules del Sur llegaban llenos de flores, murió la más grande y enigmática pintora de España”.

Su entierro, como su vida, no pudo ser más sencillo, siendo enterrada en el cementerio de Bagneux, acompañándola en su último viaje, Francisco PompeyAndré LhoteCésar AbínAngelina Beloff, Isabel Rivière y parte de su familia; y junto a ellos un buen número de indigentes y vagabundos a los que la artista había auxiliado a lo largo de muchos años.

En la necrológica publicada en L’Intransigeant puede leerse: “La artista española, ha muerto anoche, después de una dolorosa enfermedad. El sitio que ocupaba en el arte contemporáneo era preponderante. Su arte, poderoso, hecho de misticismo y de un amor apasionado por la profesión, quedará como uno de los auténticos artistas y más significativos de nuestra época. Su vida de reclusa y enferma, había por otro lado contribuido a desarrollar y a agudizar singularmente una de las más bellas inteligencias de ese tiempo”. Al enterarse Federico García Lorca de su deceso, le dedicó en ese mismo año una conferencia que dio en el Ateneo de MadridElegía a María Blanchard.

Transcripción de la conferencia pronunciada por Federico García Lorca en el Ateneo de Madrid, poco después de la muerte de María Blanchard, en 1932.

“Señoras y Señores:

Yo no vengo aquí, ni como crítico ni como conocedor de la obra de María Blanchard, sino como amigo de una sombra. Amigo de una dulce sombra que no he visto nunca pero que me ha hablado a través de unas bocas y de unos paisajes por donde nunca fue nube, paso furtivo o animalito asustado en un rincón. Nadie de los que me conocen pueden sospechar esta amistad mía con María Gutiérrez Cueto, porque jamás hablé de ella, y aunque iba conociendo su vida a través de relatos originales siempre volvía los ojos al otro lado, como distraído, y cantaba un poco porque no está bien que la gente sepa que un poeta es un hombre que está siempre ¡por todas lascosas! a punto de llorar.
    ¿Usted conocía a María Blanchard? Cuénteme…
   Uno de los primeros cuadros que yo vi en la puerta de mi adolescencia, cuando sostenía ese dramático diálogo del bozo naciente con el espejo familiar, fue un cuadro de María. Cuatro bañistas y un fauno. La energía del color puesto con la espátula, la trabazón de las materias y el desenfado de la composición me hicieron pensar en una María alta, vestida de rojo, opulenta y tiernamente cursi como una amazona.
   Los muchachos llevan un carnet blanco, que no abren más que a la luz de la luna, donde apuntan los nombres de las mujeres que no conocen para llevarlas a una alcoba de musgos y caracoles iluminados, siempre en lo alto de las torres. Esto lo cuenta Wedekind muy bien y toda la gran poesía lunar de Juan Ramón está llena de estas mujeres que se asoman como locas a los balcones y dan a los muchachos que se acercan a ellas una bebida amarguísima de tuétano de cicuta.
   Cuando yo saqué mi cuartilla para apuntar el nombre de María y el nombre de su caballo me dijeron: “es jorobada”.
   Quien ha vivido como yo y en aquella época en una ciudad tan bárbara bajo el punto de vista social como Granada, cree que las mujeres o son imposibles o son tontas. Un miedo frenético a lo sexual y un terror al “que dirán” convertían a las muchachas en autómatas paseantes, bajo las miradas de esas mamás fondonas que llevaban zapatos de hombre y unos pelitos en el lado de la barba.
   Yo había pensado con la tierna imaginación adolescente que quizá María, como era artista, no se reiría de mí por tocar al piano “latazos clásicos”, o por intentar poemas, no se reiría, nada más, con esa risa repugnante que muchachas y muchachos y mamás y papás sucios tenían para la pureza y el asombro poético, hasta hace unos años, en la triste España del 98.
   Pero María se cayó por la escalera y quedó con la espalda combada expuesta al chiste, expuesta al muñeco de papel colgado de un hilo, expuesta a los billetes de lotería.
   ¿Quién la empujó? Desde luego la empujaron; “alguien”, Dios, el demonio, alguien ansioso de contemplar a través de pobres vidrios de carne la perfección de un alma hermosa.
   María Blanchard viene de una familia fantástica. El padre un caballero montañés, la madre una señora refinada; de tanta fantasía que casi era prestidigitadora. Cuando anciana iban unos niños amigos míos a hacerle compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo de la almohada. No encontraba nunca las llaves y todos los días tenía que buscarlas y las hallaba en los sitos más raros, por debajo de las camas o dentro de la boca del perro. El padre montaba a caballo y casi siempre volvía sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima el despertarlo. Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre de su mujer. En esta distracción y este dejar correr el agua, María Gutiérrez se iba volviendo cada vez más pequeña, una mano le tiraba de los pies y le iba hundiendo la cabeza en su cuerpo como un tubo de “Don Nicanor que toca el tambor”.
   En este tiempo que corresponde a la apoteosis final de Rubén, vi yo el único retrato de María que he visto, y era una criatura triste, no sé de quién, en la que está al lado de Diego Rivera el pintor mexicano, verdadera antítesis de María, artista sensual que ahora, mientras que ella sube al cielo, él pinta de oro y besa el ombligo terrible de Plutarco Elías Calles.
   En la época en que María vive en Madrid y cobija en su casa a todo el mundo, a un ruso, a un chino, a quien llame a la puerta, presa ya de este delicado delirio místico que ha coronado con camelias frías de Zurbarán su tránsito en París.
   La lucha de María Blanchard fue dura, áspera, pinchosa, como rama de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario, dulce, piadosa, y virgen.
   Aguantaba la lluvia de risa que causaba, sin querer, su cuerpo de bufón de ópera, y la risa que causaban sus primeras exposiciones, con la misma serenidad que aquel otro gran pintor, Barradas, muerto y ángel, a quien la gente rompía sus cuadros y él contestaba con un silencio recóndito de trébol o de criatura perseguida.
   Aguantaba a sus amigos con capacidad de enfermera, al ruso que hablaba de coches de oro, o contaba esmeraldas sobre la nieve, o al gigantón Diego Rivera que creía que las personas y las cosas eran arañas que venían a comerlo, y arrojaba sus botas contra las bombillas y quebraba todos los días el espejo del lavabo.
   Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor.
   Y a medida que avanzaba el tiempo, su alma se iba purificando y sus actos adquiriendo mayor trascendencia y responsabilidad. Su pintura llevaba el mismo camino magistral, desde el cuadro famoso de “La primera comunión” hasta sus últimos niños y maternidades, pero atormentada por una moral superior daba sus cuadros por la mitad del precio que le ofrecían, y luego ella misma componía sus zapatos con una bella humildad.
   La vida y pasión de Cristo fue tomando luz en su vida y, como el gran Falla, buscó en ella norma, dogma y consuelo. No con beatería, sino con obras, con grave dolor, con claridad, con inteligencia. Lo más español de María Blanchard es esta busca y captura de Cristo, Dios y varón realísimo; no al modo de la fantástica Catalina de Siena que se llega a casar con el niño Jesús y en vez de anillos se cambian corazones, sino de un modo seco, tierra pura y cal viva, sin el menor asomo de ángeles o milagro.
   Su cintura monstruosa no ha recibido más caricia que la de ese brazo muerto y chorreando sangre fresca, recién desclavado de la cruz.
   Ese mismo brazo fue el que, lleno de amor, la empujó por la escalera para tenerla de novia y deleite suyo, y esa misma mano la ha socorrido en el terrible parto, en que la gran paloma de su alma apenas si podía salir por su boca sumida. No cuento esto para que meditéis su verdad o su mentira, pero los mitos crean al mundo, y el mar estaría sordo sin Neptuno y las olas deben la mitad de su gracia a la invención humana de la Venus.
   Querida María Blanchard: dos puntos… dos puntos, un mundo, la almohada oscurísima donde descansa tu cabeza…
   La lucha del ángel y el demonio estaba expresada de manera matemática en tu cuerpo.
   Si los niños te vieran de espaldas exclamarían: “¡la bruja, ahí va la bruja!”. Si un muchacho ve tu cabeza asomada sola en una de esas diminutas ventanas de Castilla exclamaría: “¡el hada, mirad el hada!”. Bruja y hada, fuiste ejemplo respetable del llanto y claridad espiritual. Todos te elogian ahora, elogian tu obra los críticos y tu vida tus amigos. Yo quiero ser galante contigo en el doble sentido de hombre y de poeta, y quisiera decir en esta pequeña elegía, algo muy antiguo, algo, como la palabra serenata, aunque naturalmente sin ironía, ni esa frase que usan los falsos nuevos de “estar de vuelta”. No. Con toda sinceridad. Te he llamado jorobada constantemente y no he dicho nada de tus hermosos ojos, que se llenaban de lágrimas, con el mismo ritmo que sube el mercurio por el termómetro, ni he hablado de tus manos magistrales. Pero hablo de tu cabellera y la elogio, y digo aquí que tenías una mata de pelo tan generosa y tan bella que quería cubrir tu cuerpo, como la palmera cubrió al niño que tú amabas en la huída a Egipto. Porque eras jorobada, ¿y qué? Los hombres entienden poco las cosas y yo te digo, María Blanchard, como amigo de tu sombra, que tú tenías la mata de pelo más hermosa que ha habido en España.”

Murió 5 de abril de 1932. Fue enterrada en el cementerio de Bagneux.

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