Dramaturgo español, nacido en Guadalajara el 29 de septiembre de 1916 y fallecido en Madrid el 29 de abril de 2000.
Desde su niñez se sintió muy atraído por la pintura, leyó numerosos textos dramáticos de la biblioteca paterna y asistió con frecuencia al teatro. De 1934 a 1936, realizó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Colaboró en tareas de difusión cultural organizadas por la FUE (Federación Universitaria de Estudiantes) y publicó en la Gaceta de Bellas Artes. Comenzada la Guerra Civil, colaboró con la Junta de Salvamento Artístico.
En 1937, es movilizada su quinta y sirve a la República en varios destinos. Escribió y dibujó en un periódico del frente y participó en actividades culturales. Conoció a Miguel Hernández en un hospital de Benicasim. Al finalizar la guerra fue recluido en un campo de concentración y, ya en libertad, actuó en la clandestinidad y fue detenido en Madrid y condenado a muerte en juicio sumarísimo por “adhesión a la rebelión”. La condena a la pena capital se mantuvo durante ocho meses, en los que fueron ejecutados cuatro compañeros de su grupo. Sufrió reclusión en diversas prisiones. En la de Conde de Toreno hizo el conocido retrato de Miguel Hernández y los de muchos compañeros, algunos de los cuales, junto a otros de infancia y juventud, se publicaron en Libro de Estampas.
Con su hermana Carmen y su madre, Cruz. 1947 |
Después de sucesivas rebajas de la condena, en 1946 se le concedió la libertad condicional con destierro de Madrid. Dejó la pintura y comenzó a escribir teatro: “Llevaba dentro al autor teatral, aunque yo no lo supiera entonces” dijo después, aunque no dejó de proyectar en sus textos una mirada de pintor, en la que se fundamentan algunos de sus más queridos símbolos como los de “luz-oscuridad”. Presentó En la ardiente oscuridad (el primero de sus dramas, redactado en 1946) e Historia de una escalera al Premio Lope de Vega, que el Ayuntamiento de Madrid convocaba por vez primera después de la Guerra Civil. Historia de una escalera recibió el galardón y, al conocerse la identidad del ganador, la sorpresa fue grande y el estreno padeció algunas dificultades, si bien se realizó finalmente en el Teatro Español de Madrid el 14 de octubre, dos semanas antes de la prevista y habitual representación de Don Juan Tenorio. Sin embargo, la obra consiguió una excelente acogida de la crítica y un éxito de público que determinó la suspensión del drama de Zorrilla y, además, se mantuvo en cartel hasta el 22 enero de 1950, con 189 representaciones; el 19 de diciembre había dejado paso por una noche a la única pieza breve de Buero, Las palabras en la arena, primer premio de la Asociación de Amigos de los Quintero.
No han escaseado después, a lo largo de su fecunda trayectoria, los reconocimientos en una dilatada e interesante carrera que cuenta con más de una treintena de obras que, salvo en tres casos (El terror inmóvil, 1949; Una extraña armonía, 1956; y Mito, 1967), han pasado a la escena. Entre los más significativos figuran el Premio Nacional de Teatro, obtenido cuatro veces (1956, Hoy es fiesta; 1957, Las cartas boca abajo; 1958, Un soñador para un pueblo; 1980, por el conjunto de su producción); el Premio Cervantes, en 1986, y el Premio Nacional de las Letras Españolas, en 1996. Estos últimos le fueron concedidos por vez primera a un dramaturgo. Además, recibió los Premios María Rolland, de la Fundación Juan March, de la Crítica de Barcelona, Larra, Leopoldo Cano, El Espectador y la Crítica, Mayte, Foro Teatral, Long Play, Ercilla, Pablo Iglesias, Max…, y numerosas distinciones dentro y fuera de España, como las de Miembro de Honor de la Hispanic Society of America (1971) y de la Modern Language Association (1978), Oficial de las Palmas Académicas de Francia (1983), la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes (1993), la Medalla de Honor de la Sociedad General de Autores de España (1994) o la Banda de honor de la Orden de Andrés Bello de la República de Venezuela (1997). Mientras vivió fue Presidente de Honor de la Asociación de Autores de Teatro desde que se fundó en 1991.
En 1959 contrajo matrimonio con la actriz Victoria Rodríguez, con la que tuvo dos hijos: Carlos (1960) y Enrique (1961, fallecido en accidente en 1986).
En 1972 ingresó en la Real Academia Española con el discurso: “García Lorca ante el esperpento”.
En 1994 la editorial Espasa Calpe publicó los dos volúmenes de su Obra Completa.
Sus obras han sido traducidas a más de veinte lenguas y se han representado en importantes teatros de todo el mundo con muy notables directores. El primer estreno en el extranjero fue el de En la ardiente oscuridad en el Riviera Auditorium de Santa Bárbara (California) en 1952 y cabría destacar, entre otros muchos, los de El concierto de San Ovidio en el italiano Festival de San Miniato (1968), de El sueño de la razón en Varsovia con dirección de Andrzej (1976), de La Fundación en el Dramaten de Estocolmo (1977) o en el Theater for the New City de Nueva York (1989). La bibliografía dedicada a su teatro es amplísima, como puede verse hasta el momento de su publicación en el libro de Marsha Forys y en la Obra Completa.
En sus primeros dramas, en los que se advierten buena parte de las constantes temáticas y de las preocupaciones formales de su dramaturgia (como ha estudiado en su tesis doctoral Francisco Antonio Iniesta Galván, 2001), Buero se situó ya decididamente frente al teatro evasivo que predominaba en España durante la década de los años cuarenta. Tan palpable era la novedad en Historia de una escalera que la misma crítica de la prensa diaria pudo señalar la firme valía y el prometedor futuro de su autor y la originalidad de esta obra, “una isla de compromiso en el ámbito del teatro español de su tiempo”, como ha recordado Virtudes Serrano en una reciente edición del texto. Resulta, por tanto, ineludible la mención de esta obra como hito al trazar la historia de nuestro teatro de posguerra, al margen de su valoración respecto a otras del mismo autor. Los sucesos que en ella ocurren, a primera vista particulares, y el mismo espacio escénico (la escalera) gozan de un valor simbólico innegable y, a la par que las dimensiones ética y social, es de suma importancia la metafísica o existencial, que se manifiesta de modo especial en lo que se refiere al tiempo y a los condicionantes vitales que establece.
En éste y en los siguientes estrenos (En la ardiente oscuridad, 1950; La tejedora de sueños, 1952), se observa una profunda preocupación por los problemas del hombre de nuestro tiempo, sin duda eje y centro del teatro bueriano, así como el propósito de llevar a cabo una reinstauración de la tragedia, la más elevada forma de expresión dramática, al igual que en el teatro norteamericano estaban haciendo (con la figura de O’Neill al fondo) Clifford Odets, William Saroyan, Tennessee Williams y, particularmente, Arthur Miller. La permanencia de esos temas y la continuidad de la cosmovisión trágica configuran la esencial unidad de un teatro que se ha ido presentando, sin embargo, con unas formas enriquecidas constantemente con nuevas perspectivas y distintos elementos y cuyo “propósito unificador”, en palabras del autor, ha sido el de “abrir los ojos” a la verdad.
Esta condición del teatro bueriano hace especialmente difícil la clasificación u ordenación del mismo, a pesar de las numerosas veces que se ha intentado desde distintos presupuestos. Hay, con todo, un momento en la evolución de la obra dramática de Buero Vallejo en el que tuvo lugar un apreciable cambio: el estreno en 1958 de Un soñador para un pueblo. Hasta entonces, Buero había permanecido fiel a unas estructuras teatrales realistas, bajo la influencia de Ibsen. Pero es preciso tener en cuenta que el término “realismo” tiene desde sus primeras obras, en los contenidos y en su configuración formal, una gran riqueza que incluye diversos aspectos simbólicos (realismo simbólico).
La unión de elementos realistas y simbólicos es algo continuado en Buero porque éstos son para él otro modo de manifestación de lo real, como lo son así mismo las visiones y los sueños o la locura y las deficiencias físicas (sobre todo, la ceguera) que, con frecuencia y honda dimensión, caracterizan a sus personajes.
Este realismo estructural es principio de construcción en obras de significado y forma distintos, como Historia de una escalera y En la ardiente oscuridad, Irene, o el tesoro (1954) y Las cartas boca abajo (1957). Buen ejemplo de esta dualidad es el caso de Madrugada (1953), que responde plenamente al modelo de la “pieza bien hecha” y que, sin embargo, posee una riqueza simbólica que excede totalmente la convención teatral con el público que es habitual en tales obras.
En su primer drama escrito comienza Buero a utilizar los que Ricardo Doménech ha llamado “efectos de inmersión”, con los que se pretende conseguir un modo de participación psíquica que introduzca al espectador en la acción representada. Entre ellos se encuentran el apagón del acto tercero de En la ardiente oscuridad, la alucinación de Víctor en El terror inmóvil, el sueño colectivo de Aventura en lo gris y las visiones de la protagonista en Irene, o el tesoro.
Casi la mitad de los dramas de Buero, algunos de extraordinario interés en su producción, pertenecen a esta época, aunque se publiquen (El terror inmóvil en 1979; Una extraña armonía en 1994) o se estrenen (Aventura en lo gris en 1963) después, y hay que afirmar que el desarrollo de nuevos caminos trazado en Un soñador para un pueblo significa, más que un cambio radical, un enriquecimiento desde una evolución de carácter integrador. Este texto supone, en efecto, un renovado enfoque en los temas: el de la reflexión histórica entendida de forma que la consideración crítica del pasado ilumine y esclarezca situaciones actuales. Buero había llevado a cabo con anterioridad una interesante labor de recreación y reinterpretación en piezas como Las palabras en la arena (inspirada en el episodio evangélico de la mujer adúltera), La tejedora de sueños (en el mito helénico de Penélope y el retorno de Ulises) y Casi un cuento de hadas (en un cuento de Perrault). Pero en Un soñador para un pueblo se dirige directamente a la historia, en la que encuentra personajes o sucesos particularmente conflictivos susceptibles de ser interpretados con libertad a partir de su realidad pasada. En esta investigación interesan más a Buero los aspectos internos o “intrahistóricos” que los externos u oficiales, pues hereda una perspectiva que comenzó a darse en Galdós y tuvo pleno desarrollo en los autores del 98, sobre todo en Unamuno. Un soñador para un pueblo es la “versión libre de un episodio histórico”, el del motín de Esquilache; Las Meninas (1960), “fantasía velazqueña”, se centra en la figura del genial pintor, enfrentado a la hipocresía general de la corte de Felipe IV; en El concierto de San Ovidio (1962) se ocupa Buero de un ejemplar suceso acaecido en la Francia prerrevolucionaria; El sueño de la razón (1970) y La detonación (1977) son dos nuevas “fantasías”, situadas en la primera mitad del siglo XIX, que tienen a Goya y a Larra, respectivamente, como singulares protagonistas.
Inicia también Un soñador para un pueblo el empleo de otros modos de organización del drama. A ese respecto, cabe concluir que la índole de este teatro histórico exige una ampliación de las posibilidades formales, que se aprovechan con posterioridad en obras no históricas cuya concepción lo reclama. Las modificaciones espaciales (disposición de la escena en varios planos que permitan acciones simultáneas) y temporales (distorsión de la linealidad en la ordenación de los acontecimientos) son los más visibles aspectos, aunque no los únicos, de esa técnica abierta no abandonada después por Buero. Desde esta obra se acentúa igualmente la “experimentación formal”, la condición del autor como director de escena implícito y se hace más ostensible la dimensión espectacular. Buero, no obstante, ha prestado siempre gran atención a los caracteres no verbales de los textos con vistas al conjunto de la representación.
En 1960 tuvo lugar en las páginas de la revista teatral Primer Acto la polémica sobre el posibilismo y el imposibilismo con el dramaturgo Alfonso Sastre; afirma Buero la obligación que tiene el creador de buscar modos de expresarse, a pesar de ellos, en una sociedad constreñida por condicionamientos censoriales. En 1963 consiguió estrenar Aventura en lo gris, obra que había sido prohibida por la censura en 1954 y que en ese momento, aunque no se hiciera público, dirigió el mismo autor. La de los años sesenta fue una década de contradictorio sentido para Buero Vallejo.
Su figura se consolidó como la del autor más notable del teatro español de posguerra, pero las dificultades se acrecentaron. La firma, con otros cien intelectuales, de una carta de protesta por los malos tratos de la policía a algunos mineros asturianos le causó “el desvío de editoriales y empresas” y se vio obligado para subsistir a viajar a Estados Unidos con el fin de pronunciar conferencias en distintas Universidades. La doble historia del doctor Valmy fue presentada dos veces a censura sin conseguir autorización para su estreno, que hubo de hacerse, en versión inglesa, en Chester (1966). José Tamayo puso fin a la obligada separación de los escenarios españoles al encargarle la versión de Madre Coraje y sus hijos, de Bertolt Brecht (1966), y en su Teatro Bellas Artes se estrenó en 1967 El tragaluz, “experimento” en el que el autor dramatizó sucesos de nuestro tiempo mediante la recuperación que de ellos hacen unos personajes del futuro y que obtuvo un gran éxito de público y crítica. En 1968 tuvo lugar la reposición de Historia de una escalera.
A partir de El sueño de la razón aumentó, en desigual medida, lo que el autor denominó “interiorización del público en el drama”, desarrollo de los mencionados efectos de inmersión. Los espectadores ven parte de los sucesos representados desde la mente o la conciencia de alguno de los personajes y, por lo tanto, perciben la realidad matizada por su mediación. Es lo que ocurre con Goya en esa obra, con Julio en Llegada de los dioses (1971), con Tomás en La Fundación (1974) o con Larra en La detonación (1977). El dramaturgo procura de modo sistemático trascender la supuesta objetividad del teatro para obligar al espectador a compartir las limitaciones de los personajes. En La Fundación, uno de los textos dramáticos más apreciables de nuestro siglo, Buero entrelazó los problemas individuales de cada personaje, los de una sociedad sumergida en la dictadura y los existenciales de la propia condición de nuestras vidas, al tiempo que estableció una clara relación con la tradición española de Cervantes y Calderón.
La utilización de un punto de vista subjetivo se advierte también, aunque de modo menos general, en Jueces en la noche (1979), Caimán (1981), Diálogo secreto (1983), Lázaro en el laberinto (1986), Música cercana (1989) y Las trampas del azar (1994). Estos textos, con Misión al pueblo desierto (1999), constituyen su obra durante la democracia, a comienzos de la cual (1976) se autorizó el estreno en España de La doble historia del doctor Valmy, drama que cuestiona con dureza el empleo de la tortura.
En los textos escritos en la sociedad democrática, Buero mantuvo su actitud crítica y su investigación estética. Buena prueba de ello ofrece Jueces en la noche, obra estrenada en momentos muy difíciles desde el punto de vista social y político, que aborda el desajuste sufrido por los individuos y la sociedad de la transición, que concedía un lugar a los que estuvieron desterrados o condenados por disidentes y, a la vez, permitía la permanencia de quienes pertenecieron al régimen pasado y no se resignaban a perder sus privilegios. Jueces en la noche es, al mismo tiempo, un texto formalmente muy complejo y arriesgado en el que se alternan las escenas que tienen lugar en la realidad exterior y las que corresponden a los sueños de la conciencia atribulada del protagonista.
El centro permanente de la dramaturgia de Buero Vallejo es el hombre, tratado como susceptible de transformación y mejora moral, capaz de salir victorioso de sus más intrincados laberintos. Pero el ser humano está determinado por su propia naturaleza y por el mundo concreto en el que vive. De ahí que, a pesar de su innegable fundamento ético, sean tres los planos que perfilan al combinarse la totalidad de este teatro: el de los hechos precisos que suceden en la representación y que, como tales, ya no admiten cambio, de los que participa el espectador como individuo que ha de tomar decisiones también individuales (plano ético); el de los personajes y espectadores en cuanto miembros de una colectividad muchas veces opuesta a ellos en la que, aun a costa de su integridad personal, deben influir (plano social-político); y un nivel metafísico que expresa las esenciales limitaciones del ser humano y hace visibles las ansias de superación frente a ellas y la relación con el misterio que rodea el mundo. La presencia de estos tres niveles en sus textos así como la riqueza formal de su construcción han hecho de Antonio Buero Vallejo un clásico de nuestro teatro que ha dejado tras de sí una indeleble “huella” en los autores que lo han seguido en el tiempo.
El más adecuado modo dramático de poner a la vista la lucha del hombre con sus limitaciones y la imprescindible búsqueda de la verdad, de la autenticidad y de la libertad en un medio hostil es la tragedia, que, según Buero Vallejo, es “un medio estético de conocimiento, de exploración del hombre; la cual difícilmente logrará alcanzar sus más hondos estratos si no se verifica precisamente en el marco de lo trágico”. Expresa la tragedia el conflicto entre la necesidad (los condicionamientos impuestos) y la libertad (las posibilidades de reacción individual), entre la decisión personal y las limitaciones sociales y existenciales. Es ésta la verdadera manifestación actual del destino, entendido como tensión dialéctica entre individuo y colectividad.
En tiempos de una acusada desesperanza ha venido defendiendo Buero como elemento esencial de la tragedia, una necesaria apertura que le confiere su auténtico sentido (“el meollo de lo trágico es la esperanza”). Su “tragedia esperanzada” niega la existencia de un destino o de un azar que condicionen por completo la suerte del hombre y, por lo tanto, de la sociedad. A veces, la situación final de una obra aparece para algunos personajes cerrada y sin solución; otras, sin embargo, la simbolizan. Y, en cualquier caso, el espectador puede considerar catárticamente “las formas de evitar a tiempo los males que los personajes no acertaron a evitar”, en palabras del propio Buero. El espectador ha de decidir acerca de los hechos que ha presenciado y debe actuar en consecuencia porque la obra se prolonga en la vida y las preguntas que plantea permanecen en quienes la han contemplado. Cuando cae el telón, comienza la segunda y definitiva parte del drama, que se deriva de la elección de cada cual.
El ser humano, en la escena y fuera de ella, es responsable de sus actuaciones ante sí mismo y ante los demás hombres. Porque, según piensa el autor, la tragedia quiere encontrar el modo en que las torpezas humanas pueden presentarse como un destino. Buero Vallejo, que con su teatro se ha comportado como conciencia crítica de nuestra sociedad, plantea insistentemente el problema fundamental del desvelamiento personal de la verdad trágica de los personajes en el escenario y de los miembros de la sociedad fuera de él. La justicia poética que impera en sus dramas permite que éstos se configuren a veces, total o parcialmente, como una investigación con el consiguiente juicio, que ha de encontrar la respuesta conveniente en la mente de cada espectador. Los seres del futuro (investigadores de El tragaluz o Visitantes de Mito) nos juzgarán, pero el juicio debe darse ya en el interior de la persona. Esos mismos habitantes de tiempos venideros han conseguido ya en el suyo una superación de muchas de nuestras deficiencias: el que Mariano de Paco etiqueta de “perspectivismo histórico”, que configura tales obras, manifiesta también una esperanza cumplida, a pesar de que para el autor no deje ésta de ser problemática.
Hay en el ser humano una natural resistencia al cambio y al sacrificio. La tensión está presente en el teatro bueriano en la constante lucha entre el “soñador” y el “hombre de acción”, personificaciones de modos opuestos de ver la realidad. Este conflicto, de raíz unamuniana, suele estar representado en seres distintos, pero tiene un punto de partida individual. De ahí que, aun admitiendo la más negativa condición de los activos, veamos que quienes los encarnan no tienen toda la razón, ni toda la culpa, en sus actitudes y en su comportamiento. Hay, con todo, algunos personajes que simbolizan el perfecto equilibrio y por eso no llegan a aparecer en escena y quedan como una esperanzada meta.
El hombre posee potencialmente el sueño y la acción y ha de pretender su armónica integración. La acción en sí misma conduce al egoísmo y al menosprecio de los demás. El sueño necesita pasar a la actividad para no quedar vacío. En cada obra presenta Buero esta oposición de manera diferente, con matices peculiares, pero sueño y acción exigen una síntesis dialéctica que consiga el “sueño creador”, que es el ideal que se ha de perseguir.
Buero Vallejo expresó muchas de estas ideas que se dramatizan en su teatro en numerosas entrevistas, en “Comentarios” a sus primeras piezas y en artículos de carácter teórico; se ocupó de la obra de otros dramaturgos, especialmente de Valle-Inclán y de García Lorca; publicó algunos poemas y dos cuentos de sus primeros años de escritor, “Diana” y “Galatea”. Además de la de Madre Coraje y sus hijos, se han estrenado sus versiones de Hamlet, de Shakespeare (1961), y de El pato silvestre, de Ibsen (1982); no se conserva la de El puente, de Carlos Gorostiza, que la censura prohibió en 1952.
De sus obras se han hecho las siguientes versiones cinematográficas: Historia de una escalera, dirigida por Ignacio F. Iquino (1950); Madrugada, dirigida por Antonio Román (1957); una película argentina basada en En la ardiente oscuridad, dirigida por Daniel Tynaire (1956; en España se distribuyó en 1962 con el título Luz en la sombra); y la adaptación de Un soñador para un pueblo titulada Esquilache, dirigida por Josefina Molina (1988).
En 1997 se realizó un nuevo montaje de El tragaluz y en 1998 el Centro Dramático Nacional lo hizo con La Fundación, uno de sus más valiosos dramas, que viajó por distintos lugares de España e Hispanoamérica. La última obra de Buero, Misión al pueblo desierto, subía al escenario del Teatro Español de Madrid el 8 de octubre de 1999, cincuenta años después de que se representase en el mismo lugar su primera pieza estrenada, Historia de una escalera. Dos días antes de su estreno afirmó Antonio Buero Vallejo que en ella estaban todas sus obras anteriores y, como en ninguna otra, se refiere directamente a un suceso de la lejana Guerra Civil española. Es ésta una pieza teatral de grandes cualidades estéticas, éticas y constructivas que recupera la memoria histórica con ponderación y equilibrio y desarrolla la idea del arte como salvación que el dramaturgo-pintor, uno de los más notables de la historia de la escena española y del teatro occidental contemporáneo, expuso en tantos textos teóricos y creativos.
Antonio Buero Vallejo, testigo lúcido de la sociedad en la que transcurrió su vida, conformó una producción cuya imagen emerge en el teatro español contemporáneo y se inscribe con justicia y brillantez en la historia de nuestra cultura y del teatro occidental.
El 29 de abril de 2000, a los 83 años, muere Antonio Buero Vallejo en una clínica madrileña tras sufrir un infarto cerebral. Su capilla ardiente se instaló en el Teatro María Guerrero, por donde pasaron más de seis mil personas, desde las autoridades hasta el pueblo llano, para rendirle un último homenaje.
Bibliografía
- Buero Vallejo, Antonio, Obra Completa, 2 vols. (I, Teatro. II, Poesía, Narrativa, Ensayos y Artículos), Madrid, Espasa Calpe, 1994. Edición Crítica de Luis Iglesias Feijoo y Mariano de Paco.
- Buero Vallejo, Antonio, Libro de estampas, Murcia, Fundación Cultural CAM, 1993. Edición al cuidado de Mariano de Paco.
Textos posteriores a la publicación de la Obra Completa
Buero Vallejo, Antonio, Las trampas del azar, Madrid, Sociedad General de Autores, 1994. Edición de Mariano de Paco; y Madrid, Espasa Calpe, Austral, 1995. Edición de Virtudes Serrano.
Buero Vallejo, Antonio, Misión al pueblo desierto, Madrid, Espasa Calpe, Austral, 1999. Edición de Virtudes Serrano y Mariano de Paco.
Sobre el autor
CUEVAS GARCÍA, Cristóbal (dir.). El teatro de Buero Vallejo. Texto y espectáculo. Barcelona: Anthropos, 1990.
DIXON, Victor y JOHNSTON, David (eds.). El teatro de Buero Vallejo, Homenaje del hispanismo británico e irlandés. Liverpool University Press, 1995.
DOMÉNECH, Ricardo. El teatro de Buero Vallejo. Madrid: Gredos, 1993.
HALSEY, Martha T. From Dictatorship to Democracy, The Recent Plays of Antonio Buero Vallejo (From La Fundación to Música cercana). Ottawa: Dovehouse, 1994.
IGLESIAS FEIJOO, Luis. La trayectoria dramática de Antonio Buero Vallejo. Santiago de Compostela: Universidad, 1982.
LEYRA, Ana María (coord.). Antonio Buero Vallejo. Literatura y Filosofía. Madrid: Complutense, 1998.
O’CONNOR, Patricia W. Antonio Buero Vallejo en sus espejos. Madrid: Fundamentos, 1996.
PACO, Mariano de (ed.). Estudios sobre Buero Vallejo. Murcia: Universidad, 1984.
……………………….. De re bueriana (Sobre el autor y las obras). Murcia: Universidad, 1994.
PAJÓN MECLOY, Enrique. Buero Vallejo y el antihéroe. Una crítica de la razón creadora. Madrid: 1986.
RUGGERI MARCHETTI, Magda. Il teatro di Antonio Buero Vallejo o il processo verso la verità. Roma: Bulzoni, 1981.
SERRANO, Virtudes y PACO, Mariano. Buero Vallejo, La realidad iluminada. Madrid: Fundación de Cultura y Deporte de Castilla-La Mancha, 2000.
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